Los líquenes y el musgo se redujeron a polvo, y pronto las plantas más grandes comenzaron a sufrir por la falta de agua.
El cielo estaba completamente limpio, no pasaba ni la más mínima nubecita, así que la tierra recibía los rayos del sol sin el alivio de un parche de sombra.
Las rocas comenzaban a agrietarse y el aire caliente levantaba remolinos de polvo aquí y allá.
Si no llovía pronto, todas las plantas y animales morirían.
En esa desolación, sólo resistía tenazmente la planta de qantu, que necesita muy poca agua para crecer y florecer en el desierto. Pero hasta ella comenzó a secarse.
Y dicen que la planta, al sentir que su vida se evaporaba gota a gota, puso toda su energía en el último pimpollo que le quedaba.
Durante la noche, se produjo en la flor una metamorfosis mágica.
Con las primeras luces del amanecer, agobiante por la falta de rocío, el pimpollo se desprendió del tallo, y en lugar de caer al suelo reseco salió volando, convertido en colibrí.
Zumbando se dirigió a la cordillera. Pasó sobre la laguna de Wacracocha mirando sediento la superficie de las aguas, pero no se detuvo a beber ni una gota. Siguió volando, cada vez más alto, cada vez más lejos, con sus alas diminutas.
Su destino era la cumbre del monte donde vivía el dios Waitapallana.
Waitapallana se encontraba contemplando el amanecer, cuando olió el perfume de la flor del qantu, su preferida, la que usaba para adornar sus trajes y sus fiestas.
Pero no había ninguna planta a su alrededor.
Sólo vio al pequeño y valiente colibrí, oliendo a qantu, que murió de agotamiento en sus manos luego de pedirle piedad para la tierra agostada.
Waitapallana miró hacia abajo, y descubrió el daño que la sequía le estaba produciendo a la tierra de los quechuas. Dejó con ternura al colibrí sobre una piedra.
Triste, no pudo evitar que dos enormes lágrimas de cristal de roca brotaran de sus ojos y cayeran rodando montaña abajo. Todo el mundo se sacudió mientras caían, desprendiendo grandes trozos de montaña.
Las lágrimas de Waitapallana fueron a caer en el lago Wacracocha, despertando a la serpiente Amarú. Allí, en el fondo del lago, descansaba su cabeza, mientras que su cuerpo imposible se enroscaba en torno a la cordillera por kilómetros y kilómetros.
Alas tenía, que podían hacer sombra sobre el mundo.
Cola de pez tenía, y escamas de todos los colores.
Cabeza llameante tenía, con unos ojos cristalinos y un hocico rojo.
El Amarú salió de su sueño de siglos desperezándose, y el mundo se sacudió.
Elevó la cabeza sobre las aguas espumosas de la laguna y extendió las alas, cubriendo de sombras la tierra castigada.
El brillo de sus ojos fue mayor que el sol.
Su aliento fue una espesa niebla que cubrió los cerros.
De su cola de pez se desprendió un copioso granizo.
Al sacudir las alas empapadas hizo llover durante días.
Y del reflejo de sus escamas multicolores surgió, anunciando la calma, el arco iris.
Luego volvió a enroscarse en los montes, hundió la luminosa cabeza en el lago, y volvió a dormirse.
Pero la misión del colibrí había sido cumplida…
Los quechuas, aliviados, veían reverdecer su imperio, alimentado por la lluvia, mientras descubrían nuevos cursos de agua, allí donde las sacudidas de Amarú hendieron la tierra.
Y cuentan desde entonces, a quien quiera saber, que en las escamas del Amarú están escritas todas las cosas, todos los seres, sus vidas, sus realidades y sus sueños. Y nunca olvidan cómo una pequeña flor del desierto salvó al mundo de la sequía.
21 de noviembre de 2018, 2:53
muy hermoso y gracias